Todas las ciudades están poseidas

Epílogo para Matar al Chino. Entre la revolución urbanística y el asedio urbano en el Raval de Barcelona, de Miquel Fernández (Virus, 2014)

Por Manuel Delgado:

“El plan urbanístico anhela una ciudad imposible, un anagrama morfogenético que evoluciona sin traumas. Contra las densidades y los espesores, contra la sucesión interminable de acontecimientos, contra las dislocaciones generalizadas, contra los espasmos constantes, el ingeniero de ciudades levanta sus estrategias de domesticación, en el fondo ingenuas, puesto que el objetivo a sojuzgar —la vida— es, por definición, invencible.”

¿De qué nos ha hablado este libro que aquí se cierra? Más allá de la descripción y el análisis de cómo se revienta una parte de una ciudad para, una vez debidamente puesta a punto, ponerla en venta, ¿qué nos debería invitar a pensar también lo que acabamos de leer a propósito del programa para la destrucción de lo que fue, y de algún modo continua siendo en secreto, el Barrio Chino de Barcelona?

De entrada, de lo que hemos sido informados es de un episodio concreto de esas dinámicas de despanzurramiento que desde hace más de un siglo se empeñan en “higienizar” o “esponjar” tramas urbanas consideradas como demasiado densas, con el fin de acabar con una tendencia considerada excesiva al enmarañamiento y la ingobernabilidad. También, en clave más actual, a lo están siendo procesos que reciben pomposas presentaciones tales como “rehabilitación”, “reforma”, “remodelación”, etc., pero que en la práctica implican la  deportación de clases populares para asentar en lo que fueron sus escenarios de vida vecindarios más solventes o para someterlos a colonización turística, en este caso con el gancho comercial de un sabor local ligeramente canalla y una dosis adecuada de multiculturalismo bien temperado.

Como ha quedado bien plasmado, el contexto en que se desarrolla toda la argumentación de este libro es el de una ciudad, Barcelona, que ha vivido en los últimos años un colosal experimento urbanístico obsesionado por la coherencia y la legibilidad. La ciudad debía ser, se proclamaba, ante todo clara, y con tal fin se desplegaron todo tipo de dispositivos destinados a supeditar la forma urbana a principios de ordenamiento que combinaban especulación y espectacularización. Todo ello, por supuesto, esperando el concurso pasivo de una muchedumbre de usuarios-figurantes que debían avenirse en todo momento a colaborar. En otras palabras, un gran ensayo mediante el que políticos, arquitectos y urbanistas quisieron vencer en Barcelona a su peor enemigo: lo urbano, esa maraña imprevisible hecha en gran medida de inconsistencias, indefiniciones y desacatos.

Miquel Fernández nos invita a centrarnos en el asalto al último bastión a conquistar en ese esfuerzo por reconstruir una Barcelona de la que habrían sido expulsados para siempre el conflicto y el azar. Hemos visto como, en pos de tal objetivo, los especialistas en ciudad pensaron que todo era cosa de propuestas, acciones inmediatas, planes estratégicos, decretos y tipificaciones. Se creyó que aquella parte de la ciudad vieja se prestaría a trocar mágicamente sus imperfecciones sociales por la impecable paz de las representaciones y los proyectos. En sus visiones, políticos y tecnócratas sólo veían vecinos agradecidos y decentes, comerciantes con iniciativa, ávidos inversores y turistas, en un Chino al que se había hecho olvidar nombre y pasado. Lo que han descubierto al despertar es que, a pesar del mobiliario de diseño y los nuevos equipamientos cool, aquello continúa siendo lo que Oriol Bohigas llamó una vez “un nido de nostalgia y de problemas”.

Así había sido desde hacía décadas. En esa parte de la ciudad, madriguera de miserables a veces levantiscos, Miquel Fernández nos muestra como los ensayos de penetración de las fuerzas del orden burgués —de la asistencia social a la policía y el ejército— habían sido ineficaces y como tal fracaso llevó a la convicción de que era el barrio el que debía ser borrado del mapa mediante una actuación expeditiva que lo abriera en canal y obligara a salir todo lo que de insumiso se escondía en su seno. Fue así que se inició una labor de desolación sistemática que se exhibió como la única forma de rescatar de sí misma una parte estratégica del corazón mismo de la ciudad. Esa labor de limpieza fue encomendada a urbanistas que actuaron por el bien de unos urbanizados a los que se mostraba víctimas del vicio, la culpa y la desesperación, en la peor tradición del viejo pensamiento antiurbano, empeñado en reconocer en las ciudades una premonición terrenal del infierno. Esa fue la imagen del Barrio Chino de Barcelona que universalizó la prensa, la literatura y el cine ya a partir de los años 20 del siglo pasado y sobre la que activó sus planes de liquidación la versión catalana del Movimiento Moderno bajo la Generalitat republicana.

Porque, en efecto, la rehabilitación del barrio no tan sólo debía ser formal: debía ser sobre todo moral. No se trataba de sanar un espacio enfermo, ni de sanearlo, sino de liberarlo de su propia condición maléfica, es decir de salvarlo. Sanado, saneado y salvado reconocían ahí su etimología común en el salvus latino.  El Chino debía ser regenerado en un sentido místico, es decir convirtiendo sus vicios en virtudes y a sus habitantes de pecadores en probos. El enemigo a batir no era sólo la pobreza y la indisciplina: era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia han perdurado hasta hoy y son estos los que la Barcelona “democrática” ha intentado borrar arrasando manzanas enteras, distribuyendo hoteles y locales “de nivel”, promulgando normativas “cívicas”, levantando templos en honor de la diosa Cultura, abriendo espacios vigilables, todas ellas operaciones exorcizadoras de aquellas energías malignas que habían invadido el barrio y que producían lo que Garry McDonogh definía como una auténtica “geografía del Mal”. Ahora, gracias a los turistas y a las clases medias ávidas de  “vida de barrio” y ambiente “multiculti” que irían a residir, la zona quedaría libre de la maldición con que había sido castigada desde siempre.

Pero ese genio maligno que posee a las ciudades devuelve las cosas siempre a su sitio, a base de pasarse el tiempo desorganizándolas. Allí donde había una tienda de gomas y lavajes, se abrió un locutorio para inmigrantes; donde había una vieja tienda de ultramarinos, un badulaque; las viejas bodegas supervivientes conviven al lado de carnicerías coránicas; donde abría un meublé, un local social alternativo. Se creyó que hasta las prostitutas obedecerían las campañas municipales contra lo feo y lo inconveniente y se disolverían en la nada, pero, venidas acaso de más lejos, continúan estando donde estaban. En los nuevos bloques de protección oficial y en las plazas sin bancos la gente cuenta y vive historias nuevas, que son las mismas de antes. Muchos miserables que antaño habitaron la zona se han mudado o se han extinguido, pero otros miserables –con otros acentos– han llegado en masa a hacinarse en su lugar. Hubo “buenos ciudadanos” que intentaron civilizar el barrio y que se arrepienten ahora de haber tenido fe en el gran sueño barcelonés y se sienten acechados por la vida que les rodea. Como buenos estetas antirracistas, llevan a sus hijos a colegios fuera del barrio, para evitar un contacto excesivo con los hijos de la penuria. En los balcones, algunos de ellos han colgado pancartas donde se puede leer “Volem un barri digne”, como si aquel no hubiera sido un barrio digno, ahora quizás algo menos precisamente por su presencia. Los diseñadores urbanos han descubierto que lo que ellos llaman “un entorno de calidad” no basta para vencer la injusticia y la marginación

Ahora bien, más allá de constatar cómo se produce hoy la reapropiación capitalista de las ciudades y de las coartadas que requiere, así como su historia tal y como se ha dado en lo que fue el Distrito V de Barcelona, el trabajo de Miquel Fernández es también un estímulo para pensar sobre la vocación última de todo urbanismo, su obsesión por redimir la ciudad de una postración que se nos exhibe como resultado de algún tipo de pecado original que exige con urgencia su expiación. Para salvar a la ciudad de la maldad que cobija, el urbanismo pretende engendrar una ciudad perfecta, es decir una contra-ciudad. Como si Barcelona y sus “bajos fondos” no fueran sino un lugar en que aplicar despóticamente una concepción metafísica de ciudad empeñada en regular y codificar la madeja de realidades humanas que la vivifica. El objetivo: acabar con los esquemas paradójicos, inopinados y en filigrana de la ciudad, aplicar principios de reticularización y de vigilancia que pusiesen fin o atenuaran la opacidad y la confusión a que siempre tiende la sociedad urbana, entendiéndola como un cuerpo que debía ser liberado del mal oscuro que había anidado en su seno.

Ese es el trasfondo último al que nos remite, si sabemos verlo, la indagación llevada a cabo por Miquel: la naturaleza del urbanismo como máquina de guerra contra la complejidad y el conflicto, esa urdimbre hecha de lucha y de pasión que se expandía a lo largo y ancho del Chino y que en el Carrer d’en Robadors alcanza todavía hoy una intensidad insoportable para las autoridades. Es contra esa sustancia sin forma ni destino que los expertos insisten en hacer realidad su ensueño de una ciudad servil y previsible, sin sobresaltos, idéntica a sus planes y a sus planos.

Esa quimera urbanística no ha hecho otra cosa que continuar una antigua cruzada contra la tendencia de toda configuración social urbana a devenir amasijo y opacidad. Pura ansiedad utópica con que todo orden político expresa su inquietud ante lo que percibe como impenetrabilidad de la vida urbana, que se agudiza con la proliferación de vínculos sociales inesperados, los procesos intensivos de urbanización de grandes masas de inmigrantes, el aumento de la agitación social. La meta del urbanismo es el de una ciudad que reproduzca el sosiego de las planificaciones abstractas; la evidencia, en cambio, insiste en que la extrema movilidad de los elementos urbanos, la evanescencia de las relaciones sociales en la ciudad son inasequibles y resultan del todo improyectables.

El Barrio Chino estaba en las antípodas de la ciudad utópica que diseñan en sus gabinetes los urbanistas. Se parecía demasiado a esa otra ciudad mítica donde se expresan las inclinaciones humanas tanto a la hibridación como a la desobediencia: Babel, la ciudad que desatiende el mandato divino de euritmia y estabilidad y encarna un proyecto específicamente humano de organización social, se funda sobre una blasfema suplantación-exclusión de Dios. Iniciadora de una saga de ciudades-ramera —Sodoma, Gomorra, Babilonia, Roma—, la ciudad que Dios ordena construir a Caín después de la Caída es un espacio caótico pero autoorganizado, saturado de signos flotantes, ilegible, hipersocializado, recorrido constantemente y en todas direcciones por una multitud anónima y plural hasta el infinito, a veces iracunda, a veces invisible, magma turbulento y espontáneo de imposible lectura. Es el reverso en clave humana de la ciudad celestial. —prístina y esplendorosa, comprensible, tranquila, lisa, ordenada, dividida en comarcas fáciles pero no por ello accesibles. De ahí que el urbanismo asuma una misión que no deja de ser divina, puesto que es la que le encomienda un Dios que detesta la metrópolis real, infame y sacrílega, indiferente a las regulaciones e incapaz de regularidades, puesto que se nutre de lo mismo que la altera. Negación absoluta de la Ciudad de Dios  que tienen como modelo los gestores urbanos y de la que se consideran a sí mismos brazo ejecutor.

Las tentativas de objetivización en el suelo de esa fantasía demiúrgica de ciudad plenamente proyectada son antiguas. De hecho, bien podríamos decir que acaso toda ciudad fue inicialmente concebida como proscenio en que se se inscribía la voluntad de los dioses. El proyecto urbano, desde Babilonia, ha sido el de unidad positiva de lugares artificiales cerrados y exentos, dotados de una administración y una economía absolutamente planificadas, fuertemente territorializados y que contenían una población domeñada que obtenía la felicidad a cambio de obediencia. Platón reproduce este modelo de ciudad ideal en su República, una obra en la que se perfila el programa de un orden socio-espacial impecable. El uso desde Hippodamus y la reconstrucción de Mileto en el 494 aC de las formalizaciones aritméticas y de las representaciones inspiradas en la geometría constatan esta voluntad de diseñar las ciudades en base a una sistematización utópica. Esta idea de ciudad altamente racionalizada presenta su equilibrio y su exactitud proporcional como un modelo a seguir por las relaciones societarias reales que deberán producirse en su seno, como si la lógica espacial idílica de los proyectadores debiera ser no sólo un escenario, sino también una pauta de conducta a seguir por la comunidad que había de habitarla. Tal horizonte urbano-arquitectónico nació de la necesidad, en un momento dado de la evolución de las ciudades griegas, de culminar un proceso de politización que garantizara el control estatal sobre las informalidades, las violencias y las extravagancias que emergían en  ellas.

El cristianismo no hizo sino calcar en clave trascendente ese mismo afán por conformar una ciudad no solo modelada, sino también modélica. Los monasterios medievales ya eran, de alguna forma, concreciones que anticipaban la promesa bíblica de la Ciudad Ideal. Más adelante, la sociedad urbana ideal concebida por Francisco de Eiximenis en el siglo XIV y, durante el Renacimiento, las imaginadas por Alberti, Filarete o Francesco di Giorgio, implicaban idéntica proyección urbanística de la perfección socioespacial. Es el caso de la Civita Solis de Campanella y en general de todos los proyectos urbanísticos en que la morfología de la ciudad es imaginada hecha de círculos y polígonos perfectos, de volúmenes simétricos y de repeticiones, que pretenden inspirar idéntica regularidad en las relaciones políticas y sociales reales. La ortogonización del espacio se convierte en ortogonización de la sociedad que hace uso de ella. A las ciudades ideales católicas le seguirá la reformada, la Cristianópolis del pietista Johann Valentin Andreae, en el siglo XVII. Tanto el utopismo ilustrado del XVIII, como el de Morelly y Babeuf, como el socialismo utópico del XIX —Owen, Fourier, Cabet, Saint-Simon— vuelven a insistir en torno a la misma idea de armonía urbana,  que, como es sabido, inspirará proyectos como el barcelonés de Ildefons Cerdá,  no en vano inventor del concepto de urbanismo como ciencia de la ciudad planificada.

Es cierto que el proyecto urbano no aparece en el mundo contemporáneo ya como mágico-religioso, sino más bien racional y práctico, fundamentado en conocimientos geométricos, matemáticos, técnicos, así como en principios jurídicos, políticos y éticos laicos, pero eso no debe ocultar que se está en todos los casos ante una teleología secularizada. El racionalismo de la Carta de Atenas y Le Corbusier, el que orienta el primer ensayo de reforma radical del Barrio Chino barcelonés, encarna y generaliza este mismo talante alucinado de todo urbanismo, obcecado en el disciplinamiento del espacio para hacer de él ejemplo a seguir.

A partir de la sentencia que condena a muerte el Chino, lo que Miquel Fernández nos demuestra es que, porque es triunfo sobre todo desorden, la sociedad urbanizada no puede ser sino una sociedad dócil, protegida de toda inestabilidad creativa, a salvo de no importa qué excepción respecto de los mecanismos precisos que la hacen posible. Esto se traduce en una verdadera vocación pacificadora de lo que de magmático, inorgánico, desregulado se produce constantemente en las casas y en las calles. El plan urbanístico anhela una ciudad imposible, un anagrama morfogenético que evoluciona sin traumas. Contra las densidades y los espesores, contra la sucesión interminable de acontecimientos, contra las dislocaciones generalizadas, contra los espasmos constantes, el ingeniero de ciudades levanta sus estrategias de domesticación, en el fondo ingenuas, puesto que el objetivo a sojuzgar —la vida— es, por definición, invencible.

El estudio de Miquel Fernández nos ilustra de manera fundamentada acerca de cómo el urbanismo pretende ser ciencia y técnica, cuando no es sino discurso, y un discurso que querría funcionar a la manera de un ensalmo mágico que desaloje o domestique el diablo de lo urbano, es decir la incertidumbre de las acciones humanas,  los imprevistos caóticos que siempre acechan, la constancia de lo injusto, todas las potencias disolventes a punto de desatarse, la insolencia de los descontentos. El urbanista se conduce como un dios que lucha contra ángeles caídos que se niegan a rendirse. Como el Yahvé bíblico, no genera mundos de la nada, sino que aplica todas sus fuerzas sobre lo que hay antes de su acción taumatúrgica: el Tehom de la Cábala, el océano abisal donde solo habitan monstruos que su pensamiento no puede pensar.

Fuente:

Bloc de Manuel Delgado – El color de les aparences (dimecres, 14/setembre/2016)

 

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